martes, 6 de octubre de 2009

No morí en nueva york

Según una encuesta de la Universidad de Pittsburgh, del total de decisiones que tomo al día, 86% son un error. Pequeños o graves errores que se suceden constantes, puntuales, irrevocables, como hits de Madonna. No es fácil vivir aquí adentro, ser la eterna víctima de mí misma. Uno de mis errores más recientes fue haber planificado, dentro de mis vacaciones, pasar sólo tres días en Nueva York. Sólo. Como si Nueva York fuera Las Vegas, donde luego de ver veinte hoteles esquizofrénicos, emborracharte y pasar la noche haciendo estupideces, te morirías del aburrimiento. Como si fuera Praga o Florencia, donde tras visitar mil museos, iglesias y cementerios ya no tendrías nada que hacer.
Además, aparte, crecí con esa creencia sin fundamento, muy New Age, de que si uno quiere algo mucho-mucho, pasa. ¡Haz que suceda! Mente positiva. Bah. Hago fuerza, frunzo el ceño, “piensa positivo”, pienso. Y nada, la magia no se da. El día en que toda esa energía positiva surta efecto y pase todo lo que quiero que pase, lo más probable es que me arrepienta del desastre universal que habré creado.
Total que mi inoperante energía positiva y yo decidimos que haría buen tiempo justo los tres escasos días que iría a Nueva York. Pero el mito de la energía positiva hay que combinarlo con decisiones correctas, ese es el truco. Así uno tiene la fantasía de que esa payasada funciona. En cambio, mi pobre energía positiva, empantanada en medio de tantas decisiones erróneas, es tan ridículamente ineficaz como una aspirina para combatir el cáncer. Esto me ocurre en la mayoría de los casos, pero ahora estoy hablando de Nueva York y de las 72 horas en que no paró de llover.
El primer día no fue un problema porque fui al teatro y a casa de una amiga, estaba resguardada. Pero el segundo era El Día Para Conocer Manhattan. Apenas salí de una estación de metro que me escupió en Times Square, me atacaron un viento frío y un agua gélida que caía con fuerza, con unos gotones que dejaban cráteres en mi cabeza. Saqué el mapa y, antes de que se empapara y se borraran los nombres de las calles, logré entender que estaba cerca de Grand Central. Wow, la estación de trenes donde hacen tantos flashmobs. Seguro tiene techo. En el camino me compré un paraguas grotescamente caro y llegué. Con solemnidad, traté de internarme en los cientos de clips filmados en ese lugar y que me daban una sensación de déjà vu. Me demoré tomando fotos olvidables hasta que fue evidente que estaba perdiendo el tiempo. Basta de Grand Central, Leila, estás en Nueva York, tienes un día, sal de aquí.
Salí. Lluvia, frío. El paraguas se dio vuelta y se convirtió en una antena para la detección de extraterrestres que habría usado feliz Ed Wood para alguna lúgubre escenografía. Lo tiré y seguí mojándome. Un hombre que vendía paseos turísticos en autobús, de esos en los que uno se puede subir y bajar cuando quiera, notó mi desamparo y me recitó los beneficios de su tour. “¿Los autobuses tienen techo?”, pregunté. “Sí, claro”, dijo. Le compré el paquete y me mandó a una parada más adelante. Cuando por fin llegó el autobús, descubrí que no había ningún techo. Como consuelo me dieron un “free poncho” impermeable para poder disfrutar de la ciudad al aire libre, bajo la lluvia, con frío, en un autobús andando y con un tipo más infeliz que yo que me mostraba, con un micrófono que amplificaba el viento, los puntos turísticos de interés.
Como se sabe, esos ponchos baratos de plástico no son muy ergonómicos ni los diseña Prada, o sea que el gorro, una vez puesto sobre la cabeza, no hay quien lo mueva. Esto da una visibilidad reducida a exactamente un ángulo recto ante los ojos. Cuando el guía me mostraba algo a un lado o sobre mí, yo movía la cabeza pero el gorro se quedaba ahí, como anteojeras de caballo, por lo que todo lo que veía arriba y a los costados era un plástico amarillo inmutable. Sólo pude apreciar lo que tenía delante, la mayoría de las veces semáforos. Saben, una vez que había conseguido armonizar el frío, la lluvia y el poncho, a fin de que ni yo, ni el morral, ni la cámara ni mi mente positiva nos mojáramos demasiado, moverme un centímetro era una decisión muy difícil que conllevaba un gran esfuerzo posterior de húmedo reacomodo. Lo hice en contadas ocasiones: cuando me anunciaron que allá arriba estaba el Empire State levanté la cabeza y lo vi entre las nubes, indistinguible del resto de los edificios. Luego me dijeron: “Ahí, la estatua de la libertad”. Cedí y me saqué el gorro de nuevo para ver una bruma en medio de la cual una mancha verde, que podía haber sido una gota de grasa en mis lentes, prometía ser la icónica escultura. “Allá el puente de Brooklyn”, “Allá Wall Street”. Todo era igual: un plástico amarillo o una sombra en la neblina. Decidí bajarme y caminar bajo la lluvia, si total ya estaba mojándome en ese autobús donde, además, recibía chorros de agua helada que lanzaban los autos desde las avenidas que pasaban por arriba.
Fui a parar a Greenwich Village, una linda zona llena de comercios que recorrí uno por uno, con la ilógica esperanza (energía positiva) de que pronto dejaría de llover. Entraba con mi poncho amarillo goteando y mojando toda la tienda a mi paso. Pero hasta los gringos que atendían los negocios y que son extraordinariamente cordiales comenzaron a mirarme con disgusto. Al final ya sólo podía meterme en sex shops, que eran los únicos sitios donde no me miraban feo. Supongo que es porque estar mojado es parte del concepto. Vi con el mayor interés y toda la demora posible los artilugios más delirantes, tenía que leer las instrucciones de la mayoría para entender su utilidad. Había unos consoladores astronómicos que me daría terror meter en mi casa, ni digamos en cualquier otra parte. El premio se lo ganó una graciosa lengua a pilas cuyo funcionamiento el chico de la tienda ofreció mostrarme tras comprobar mi detenida fascinación. Salí espantada, pero como aún llovía me metí en la tienda de al lado, que era otro sex shop. Cuando terminó la calle, toda de sex shops, aún no había dejado de llover y yo ya me sentía una geisha entrenada para la guerra.
Luego fui a comer a un restaurante italiano. El dueño flirteó un poco conmigo diciéndome que una venezolana con sangre italiana, como yo, tenía que ser “caliente en la cama” (en español en el original), comentario ordinario y bobo, pero yo venía de pasar un día bajo la lluvia, muerta de frío y refugiándome en una eterna calle de sex shops. No se puede galantear impunemente, quise decirle. Usted no toque si no va a comprar, señor. Debería estar penalizado cortejar sin concretar.
Luego de comer, halagada pero aún con frío, salí a mojarme de nuevo. Por si no se ha notado aún a lo largo de este blog, soy bastante hipocondríaca. Sé que voy a morir pronto en un accidente en un taxi uruguayo, en un avión o, si la vida me sonríe, asfixiada por una falla pulmonar. Una neumonía reciente me dejó bastante débil y aún así me estoy suicidando homeopáticamente con cigarrillos, o sea que me protejo bastante de cualquier cosa que pueda afectar mi desgraciado aparato respiratorio. Mientras pasaba tanto frío y se mojaba cada centímetro de mi erróneo ser en las calles de Nueva York, sabía que iba a morir. Sentía latir la cicatriz en mi pulmón derecho. Un amigo, con el que me encontraría esa noche, tendría que encargarse del engorro del entierro y todo eso. Lo lamenté por él, pero decidí, en un arresto de valentía inédito en mí, que no me importaba morir. Iba a conocer Manhattan ese día, carajo, a disfrutarlo y a estirar la pata al día siguiente y punto.
Pero no me enfermé. Casi lo lamento. Habría sido una muerte heroica. Ahora estoy en casa de nuevo, cometiendo un error tras otro y pensando positivo estérilmente, como antes, sin que se dé la magia.

1 comentario:

Ricardo dijo...

Deberías haber hecho un comentario a esta entrada copiada del blog de Laila Macor, Escribir para qué.